martes, 6 de diciembre de 2011

La escritura en mi vida

Cuando era niño, con sólo escuchar el motor del coche de mi papá, mi imaginación volaba y daba pie a innumerables aventuras de las que sólo yo era testigo. No distinguía entre presenciar una historia y ser el creador de ésta, no sabía que aquellas aventuras de coches de carreras y héroes valientes eran producto y obra exclusivamente de mi autoría.
Con el tiempo las historias fueron multiplicándose, creé en mi mundo una gama de personajes de todo tipo: vaqueros, animales que hablan, princesas (que siempre peligraban), villanos terribles, monstruos gigantes,... y traspolaba también personajes de historietas que leía, como condorito o archie, a mis cuentos que celoso mantenía en secreto, por temor a que me robaran a lo único que siempre me he apegado: a mis creaciones.
Encontré entonces la manera de plasmar mis ideas con mi primer diario. Lo guardaba bajo la almohada y era protegido por un candadito de plomo que sólo se abría con la llave que siempre cargaba en mi lapicera de madera... ¿Qué habrá sido de ese diario?.
Fui creciendo, y mis ideas madurando, entre la escuela y los amigos, entre el futbol en el recreo y los días de pinta en el parque de la colonia, la manera de ver mi mundo cambió radicalmente, pero en esencia seguía inventando cuentos cuando Ceci, la niña más bonita del salón, me tomaba de la mano y me llevaba corriendo a saludar a sus amigas. Yo quería escapar de esa embarazosa situación y mientras ellas platicaban, yo regresaba a mi mundo alterno donde yo era el rey y mis creaciones eran mis súbditos.
Una vez más, la escritura fue mi compinche cuando le declaré en una cartita, mi amor a Ceci. ¡Gracias, palabras de mi corazón plasmadas en papel de cuadrícula con tinta de gel! mi primer beso fue desenlace que al principio incierto, fue tomando certidumbre con cada movimiento muscular de nuestros tiernos, inexpertos e inmaculados labios. Puedo decir que mi primer beso fue producto de hilar palabras en el sentido que quise darle a mis pensamientos, y hacerlos saber a la persona que yo elegí para que los supiera.
Así, la escritura se convirtió en parte fundamental de mi vida, y no sólo la escritura: también la lectura me ayudó a no lastimar mis palabras con horrendas faltas de ortografía. Amo tanto escribir, que desde que aprendí a hacerlo me he preocupado por mantener una buena ortografía y una legible caligrafía, buena redacción (casi siempre al límite de mis capacidades) y sobre todo, una entrega total al acto sagrado de escribir.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Memorias de Hemingway

La historia empieza con un Ernest Hemingway viejo, con la barba crecida y aspecto de no haberse bañado en 15 días. Está sentado en una silla de madera vieja y frente a él, una botella de vino vacía y otra a la mitad. Las moscas le devoran ávidamente los micro-pedazos de piel que se desprenden de su pálida cara cubierta de vello, arrugada y fría, que se nota despellejar como serpiente cambiando de piel. La mirada perdida a causa del Alzheimer que el diagnóstico arrojó hace medio año, es también provocada por los litros de alcohol que ha bebido durante los últimos seis días. Se nota, apesta, a que ha perdido ya las ganas de vivir. Hace ya 2 años que ninguno de sus hijos viene a visitar. La última carta de Bumby, fechada en Agosto del 59’, es aplastada por una de las patas de la silla donde está sentado; el diario en la puerta de su residencia en Cuba tiene fecha del 2 de Julio de 1961.
Menuda manera de dejarse morir, piensa para sí mismo entre episodios confusos y lagunas mentales. Menuda manera de dejarse morir.
Recargada en la mesa, la escopeta con la que en los años 20 cazó rinocerontes para la decoración de Port Lligat, insinúa, y no porque sea temporada de cacería, que está lista para ser accionada.


Ernest clavó fijamente su mirada en el arma y de repente, un flashback se hizo presente: es el 8 de Julio de 1918; un joven Hemingway, dos semanas antes de celebrar su cumpleaños número 19 se encuentra combatiendo en Austria, en la Primera Guerra Mundial.  Tiene en la mira a un soldado enemigo, pero vacila al intentar disparar y un segundo después siente un dolor agudo en la rodilla izquierda. Una bala penetró en la rótula y destrozó los ligamentos cruzados. Con la rodilla destrozada y la otra pierna sangrando también, escucha a 200 metros de distancia a un soldado italiano pidiendo auxilio. Sin pensarlo dos veces, se abre paso entre a ráfaga de disparos y de un salto consigue llegar con el aliado herido. Mientras espera el momento indicado para salir corriendo, se amarra al soldado a su espalda y cuando el tiempo entre disparo y disparo se prolongó a 10 segundos, Hemingway se levantó corriendo y con las piernas rotas. El intenso dolor provocó que se desmayara, y lo siguiente que supo fue que se encontraba en un hospital, una semana después de que fuera herido en la rodilla. -¡Estuvo a punto de perder la pierna joven!- Le dijo el doctor en turno -De no ser por la rápida y eficiente intervención de la enfermera Agnes, en vez de pierna tendría un muñón.
Agnes hacía servicio social en el área de urgencias del centro médico militar austriaco. Tenía tez blanca, cabello obscuro y ondulado, ojos grandes, color verde, los labios rojos encendidos y un porte característico sólo de ella. Su belleza no era común de ver en aquellos días, mucho menos en una labor tan riesgosa como lo era participar en la guerra de manera voluntaria. Desde muy joven se entregó a la noble labor de sanar y cuidar a los heridos de guerra. Su padre fue también militar de la Fuerza Aérea Italiana, murió en una emboscada a su campamento cuando su hija tenía apenas 12 años. Desde entonces, ella ha dedicado su vida al servicio de su patria, apoyando desde su trinchera al ejército italiano.