domingo, 4 de diciembre de 2011

Memorias de Hemingway

La historia empieza con un Ernest Hemingway viejo, con la barba crecida y aspecto de no haberse bañado en 15 días. Está sentado en una silla de madera vieja y frente a él, una botella de vino vacía y otra a la mitad. Las moscas le devoran ávidamente los micro-pedazos de piel que se desprenden de su pálida cara cubierta de vello, arrugada y fría, que se nota despellejar como serpiente cambiando de piel. La mirada perdida a causa del Alzheimer que el diagnóstico arrojó hace medio año, es también provocada por los litros de alcohol que ha bebido durante los últimos seis días. Se nota, apesta, a que ha perdido ya las ganas de vivir. Hace ya 2 años que ninguno de sus hijos viene a visitar. La última carta de Bumby, fechada en Agosto del 59’, es aplastada por una de las patas de la silla donde está sentado; el diario en la puerta de su residencia en Cuba tiene fecha del 2 de Julio de 1961.
Menuda manera de dejarse morir, piensa para sí mismo entre episodios confusos y lagunas mentales. Menuda manera de dejarse morir.
Recargada en la mesa, la escopeta con la que en los años 20 cazó rinocerontes para la decoración de Port Lligat, insinúa, y no porque sea temporada de cacería, que está lista para ser accionada.


Ernest clavó fijamente su mirada en el arma y de repente, un flashback se hizo presente: es el 8 de Julio de 1918; un joven Hemingway, dos semanas antes de celebrar su cumpleaños número 19 se encuentra combatiendo en Austria, en la Primera Guerra Mundial.  Tiene en la mira a un soldado enemigo, pero vacila al intentar disparar y un segundo después siente un dolor agudo en la rodilla izquierda. Una bala penetró en la rótula y destrozó los ligamentos cruzados. Con la rodilla destrozada y la otra pierna sangrando también, escucha a 200 metros de distancia a un soldado italiano pidiendo auxilio. Sin pensarlo dos veces, se abre paso entre a ráfaga de disparos y de un salto consigue llegar con el aliado herido. Mientras espera el momento indicado para salir corriendo, se amarra al soldado a su espalda y cuando el tiempo entre disparo y disparo se prolongó a 10 segundos, Hemingway se levantó corriendo y con las piernas rotas. El intenso dolor provocó que se desmayara, y lo siguiente que supo fue que se encontraba en un hospital, una semana después de que fuera herido en la rodilla. -¡Estuvo a punto de perder la pierna joven!- Le dijo el doctor en turno -De no ser por la rápida y eficiente intervención de la enfermera Agnes, en vez de pierna tendría un muñón.
Agnes hacía servicio social en el área de urgencias del centro médico militar austriaco. Tenía tez blanca, cabello obscuro y ondulado, ojos grandes, color verde, los labios rojos encendidos y un porte característico sólo de ella. Su belleza no era común de ver en aquellos días, mucho menos en una labor tan riesgosa como lo era participar en la guerra de manera voluntaria. Desde muy joven se entregó a la noble labor de sanar y cuidar a los heridos de guerra. Su padre fue también militar de la Fuerza Aérea Italiana, murió en una emboscada a su campamento cuando su hija tenía apenas 12 años. Desde entonces, ella ha dedicado su vida al servicio de su patria, apoyando desde su trinchera al ejército italiano.

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